Este es uno de los trabajos que he hecho para mi especialidad... creo que es uno de mis escritos más logrados. Si bien, la tía Sara si existió, y algunas anécdotas son verdad, los entresijos de la historia pertenecen absolutamente a lo que llamamos ficción...
Y la tía Sara se murió así, tan flaca, tan blanca, tan sin dientes como era. A nosotros nos avisaron “ya se murió” y la verdad es que yo no sentí ninguna pena, pero mi mamá, mi mamá si que la echaría de menos. Yo a la tía, no es que no la quisiera, lo que pasa es que recuerdo cuando me llevaban a pasar las vacaciones a su casa, en el agobiante calor del puerto de Tampico, siempre vieja, siempre roída, siempre llena de esas cucarachas grandotas y voladoras; por eso no me gustaba visitarla, además porque no tenía aire acondicionado y todo tenía ese olor a viejo, ese olor a desteñido, a tortilla tiesa, a orines de gato, hasta Chela, su única hija, olía a orín de gato viejo.
Ya te decía yo que mi mamá si la echaría en falta, y es que la tía Sara fue la celestina de sus amores con mi padre en aquellas épocas en las que las señoritas decentes debían noviar con chaperón, mi madre era la favorita de la tía “porque le lavaba todos los días los pisos y el zagúan”- me contaba mi mamá, “porque me hacía querer para que me invitara a pasar las vacaciones en su casa”. Yo no puedo comprender cómo mi mamá quería pasar sus veranos ahí, incluso antes de conocer a mi papá, y es que no era sólo la tía con los pelos ensortijados la que no me gustaba, no me gustaba tampoco Chela, mi tía Chela (que en realidad no era mi tía sino mi prima porque la tía Sara en realidad no era la tía de mi mamá sino su prima, una de las hijas grandes de una hermana de su papá, osea de mi abuelo)… como sea, no puedo entender cómo le gustaba a mi mamá pasar sus veranos ahí porque Chela siempre molestaba, porque escondía las cosas, las mías y las de mi mamá, porque Chela siempre estaba leyendo libritos “vaquero”, esos libritos en donde las mujeres y los hombres se besan de manera obscena y Chela me los mostraba a escondidas haciendo señas de diablura.
La tía Sara, según cuentan los que tienen la memoria fresca, no siempre estuvo tan tirada al catre, pues cuentan que provenía de una familia de la alta alcurnia tamaulipeca y dicen que ¡hasta había viajado en el tren con el mismísimo Venustiano Carranza! allá por principios del siglo pasado; dicen que cuando su familia era invitada a pasear en el tren presidencial, su mamá le peinaba los largos rizos dorados y los amarraba con dos listones blancos haciendo juego con sus zapatos de charol y sus calcetines de encaje traídos especialmente desde España, de eso no se acuerda ya nadie pero todos me los contaron. La tía Sara tenía 9 años cuando le tocó que los revolucionarios volcaran el tren en el que viajaba con el Presidente, Don Venustiano no se murió, el que si se murió fue el papá de mi tía y con él las alcurnias, los listones blancos y los calcetines de encaje.
Pero la tía Sara –dicen- era bonita, bonita y de ojos azules, bien güerita y tocaba el piano, por lo que no le fue difícil conseguirse un buen marido, un marido militar que la adoró hasta la locura, llenándola de hijos y de cuernos. Dicen que su casa siempre cambiaba según el humor variable de mi tía, según los nuevos hijos extramaritales que iba regando el tío y según las angustias calladas que guardaba para sí la Sra. Doña Sara Hernández. Así, cuentan que un día, el día que justamente a mi papá se le ocurrió llevarle a mi mamá la única serenata de su vida, le extrañó bastante que en el balcón que daba a la calle, y que hasta hace unos días había sido la recámara de las visitas, nadie le prendiera la luz como señal de aceptación; allí se quedó el joven enamorado, cante y cante con el mariachi que le salió re-caro y con las ganas de ver asomados -a escondidas- los ojitos de su novia y nomás nada… Pasada una semana mi papá que ya no aguantaba el poco agradecimiento de mi madre, sacó valor de donde pudo y le preguntó -¿te gustó la serenata?- ¿cuál?- le contestó sorprendida mi mamá, -¡pues la de la otra semana!-… Como mi tía, ya te dije, era la chaperona lo que equivalía a estar presente (en medio) de todas las conversaciones, declaraciones y disgustos, se acordó: -Aaahh ¿el de la música era usted Pablito?- y soltó una carcajada raspadota por el tabaco de los puros que le traían de Cuba y que no le gustaban pero los fumaba pa’ darle la contraria a su marido y para hacer murmurar a todas las viejas chismosas de la alta sociedad; es que lo que no sabía mi papá, era que esa misma semana al tío se le ocurrió echarse otra “capillita” de 20 años (decía que su esposa era la Catedral) y Sara no tuvo más remedio, para contener su ira y su vergüenza al qué dirán, que tirar las paredes que había levantado tres días atrás y volver a poner la recámara principal donde mi papá creía estaba entonces la recámara de las visitas y donde se suponía tenía que haber dormido mi mamá la noche de la serenata. -¡¡¡Ayyyy tía!!!- Se lamentó mi mamá y ahí mismito se murieron para siempre las ganas de mi padre por tener algún gesto romántico a posteriori mientras la tía Sara seguía riendo y echando humo.
Ya te conté que a Sara la adoraba el marido, si, la adoraba con todas sus fuerzas a pesar de andar de cusco y cabrón con cuanta “capillita” podía tirarse, y mi tía lo sabía, por eso le crió bien derechitos a sus doce hijos (y a cuanto hijo se quedara sin la madre que lo había parido), por eso le aguantaba las noches en que borracho quería manosearla con ese olor bien fuerte de macho y la tía Sara abría las piernas más por miedo a ganarse un buen trancazo que por mansita. Por eso siempre andaba tirando paredes y levantando otras, semana a semana, construyendo y demoliendo balcones de modo que un día uno comía donde la semana anterior había ido a bañarse; por eso lo cuidó cuando se enfermó, por eso le lloraba en el patio de atrás a la sombra del árbol de aguacates para que nadie se diera cuenta de cuánto lo iba a extrañar ¡era dura de pelar la condenada! Cuando el marido se murió, mi tía no lloró nunca más, no lloró ni cuando se le murieron once de sus doce hijos, ni cuando los hijos del marido la dejaron con una casa a medio demoler, llevándose todo el dinero del padre, ni cuando el árbol del patio jamás volvió a dar un solo aguacate… ¡pero no se secó eh! No, está ahí, todavía bien vivito, como recordando los tiempos en que la tía no tenía que vender tamales para poder comer, como un santuario de las épocas en las que iban y venían paredes y banquetes. Por eso no me gustaba visitarla, porque teníamos que dormir con mosquiteros, sobre todo en las epidemias del dengue, porque de noche la escuchaba respirar muy alto como lamentándose, casi, casi como muriéndose. Nunca comprendí por qué mi mamá prefería dormir en esos colchones de resortes salidos en vez de parar en la cama de alguna de sus hermanas donde, además de estar mis primos, había aire acondicionado, alberca y columpios; tampoco pude comprender a dónde iba a parar el dinero que le enviaba mi mamá todos los meses porque mi tía siempre andaba sin un quinto y con los zapatos rotos, es que, nos enteramos después, la Chela andaba de novia con “uno de esos tipos”, y como era retrasada a mi tía no le importaba que el hombre ese le sacara todo el dinero, que Chela le robaba, para jugárselo en cualquier palenque con tal que Chela conociera “el calor de un hombre”.
Y así se murió, me cuenta mi mamá, despacito, como un pajarito, con esos ojos azules (que yo veía grises de tantas cataratas) bien abiertos como mirando al cielo, me dice mi mamá que la bañó, le puso un camisón blanco y bien planchado, la peinó, hizo sacar la vajilla de porcelana mientras Chela le peleaba -¡Es para las visitas!- -¡qué visitas ni que nada Chela, a esta casa no viene ya más nadie, a no ser que venga la mismísima muerte a llevarse a tu madre!-. Le preparó un banquete sólo para ella, y Sara hablaba, recordaba al hombre que la amó, a sus doce hijos, a su sobrina la que venía a pasar los veranos cuando era joven y que venía a limpiarle los calzones cuando en la casa las paredes apestaban a podrido (…) Ya la vas a conocer a Chela… Siempre que vuelvo a Tampico me acuerdo de mis vacaciones, fíjate lo hermoso que se ve el mar desde acá arriba, no se nota el chapopote que han vertido las refinerías; ya vas a sentir la brisa inconfundible cuando bajes la escalinata, el calor te va a pegar en la cara pero no te va a doler porque es un calor bonito, un calor que huele a jaiba… Bueno, ya vamos a aterrizar… me contó mi mamá que al final del banquete la tía Sara sólo se quedó así como dormidita.
Lucero Gómez Cruz